El campo - este campo que conozco desde que nací, al que vuelvo desde hace cincuenta años para pasar unas vacaciones breves o largas - está tan abandonado de los campesinos como atestado de veraneantes. Aun en los parajes con más escasez de agua y de árboles y donde antes sólo había casuchas dispersas y unas pocas alquerías derruidas, solitarias, silenciosas, ahora rugen sin pausa automóviles, motocicletas, motores hidráulicos, excavadoras, barrenas, máquinas para roturar. Terrenos que hasta hace pocos años se
podían comprar por unos cientos de miles de liras la hectárea, ahora se venden por no menos de diez millones de liras. Médicos, funcionarios locales, comerciantes compran sin regatear el precio y a veces tienen que pujar para quedarse con la parcela que quieren. Construyen casas cómodas y bien acabadas, buscan agua y casi siempre la encuentran, plantan viñedos, árboles frutales, palmeras, flores. Los lugares, hasta hace poco desnudos y azotados por el sol, han cambiado tanto, son ahora tan frescos y verdes, que parecen mofarse del campesino que los ha abandonado para irse a Suiza, a Alemania, o a Francia, y que los vuelve a ver en sus vacaciones de verano. " Fíjate en qué se ha transformado el campo ", dice el campesino. Con cierta añoranza, con cierto rencor. Pero en el fondo no se lo toma tan a mal, porque sabe como son las cosas en realidad. " En el campo- dice- antes se malgastaba el trabajo, ahora se malgasta dinero. Yo también podría malgastar dinero: comprar un terreno, contratar máquinas que encuentran agua y desencadenan ( desencadenar es roturar en profundidad, como si la tierra, por debajo de los veinte centímetros que se remueven con la azada, estuviese compacta y dura, encadenada ). Pero yo ya no volvería a trabajar en esto. "
En efecto, las cuentas no salen: cuanto más se gasta, menos beneficio se obtiene. Solo que nadie quiere hacer cuentas. Al menos por ahora.



                                                                      ( Leonardo Sciascia )